Los muchachos del 27: una masacre borrada de la memoria nacional

 

Cinco jóvenes fueron secuestrados, torturados y asesinados el 9 de octubre de 1971, durante los Doce Años de Balaguer. Su caso, como tantos otros, sigue sin justicia.

Por Deivis Cabrera / Ciudadoriental.com

VIERNES, 10 OCTUBRE, 2025:- La noche del 9 de octubre de 1971, cinco jóvenes del sector 27 de Febrero, en Santo Domingo, fueron secuestrados por un escuadrón de la muerte. Las víctimas Radhamés Peláez Tejeda, Rubén Darío Sandoval, Víctor Fernando Checo, Reyes Florentino Santana y Gerardo Bautista Gómez eran miembros del Club Héctor J. Díaz, una organización barrial que promovía la cultura, el deporte y la solidaridad comunitaria entre jóvenes de origen humilde.

Ninguno de ellos tenía militancia política ni antecedentes delictivos. Aquella noche simplemente salían a comprar velas para el velatorio de su compañero del Club Héctor J. Díaz, Julio A. Rivera, quien había fallecido en un accidente de tránsito. Sin embargo, fueron interceptados y secuestrados por agentes vinculados a los organismos represivos del Estado.

El país vivía entonces bajo el régimen de Joaquín Balaguer, en pleno auge de los llamados Doce Años (1966-1978), uno de los períodos más violentos y oscuros de la historia dominicana reciente. La represión, el miedo y los asesinatos políticos se convirtieron en prácticas sistemáticas de un Estado que, bajo el pretexto de “preservar el orden”, ejecutó a cientos de dominicanos.

En ese contexto, la Policía Nacional estaba dirigida por el general Enrique Pérez y Pérez, conocido simplemente como Pérez y Pérez, un oficial temido por la población y señalado como creador y propulsor de “La Banda”, grupo paramilitar que actuaba con total impunidad. Bajo la gestión de Pérez y Pérez en la policía se cometieron algunas de las más crueles violaciones a los derechos humanos registradas en el país, en abierta colaboración con estructuras del Estado que operaban en las sombras para eliminar a cualquier persona considerada sospechosa o disidente.

El secuestro, tortura y ejecución de los jóvenes del Club Héctor J. Díaz ocurrió en medio de ese clima de terror institucionalizado, donde la sola sospecha bastaba para condenar a muerte. Días después, los cuerpos fueron hallados con terribles signos de tortura.

Víctor Checo había sido golpeado con un tubo en la sien, quemado en el pecho y las piernas, dormido con una inyección y baleado cerca del corazón. Radhamés Peláez fue encontrado casi completamente quemado, con un hierro caliente introducido por los oídos. Rubén Sandoval, Reyes Florentino Santana y Gerardo Bautista presentaban quemaduras, mutilaciones y disparos de “gracia”.

Inicialmente, las autoridades culparon a delincuentes comunes vinculados a La Banda. Sin embargo, las investigaciones demostraron que los verdaderos responsables eran miembros de la propia Policía Nacional, encabezados por el segundo teniente Virgilio Álvarez Guzmán.

También fue implicado el coronel Ursino Guzmán Liriano, coordinador operativo del grupo terrorista La Banda, una estructura parapolicial que ejecutaba acciones de persecución, tortura y asesinato con apoyo de sectores del propio Estado, según reveló una investigación publicada por la revista Ahora, n. º 622, del 13 de octubre de 1974.

A pesar de las pruebas, el expediente se perdió durante la fase de instrucción y el crimen quedó impune. Las edades de las víctimas oscilaban entre los 16 y 21 años, una juventud truncada que apenas comenzaba a soñar.

El caso de los muchachos del Club Héctor J. Díaz no fue un hecho aislado. Durante los Doce Años de Balaguer, el país fue escenario de innumerables ejecuciones, desapariciones y torturas. Entre las víctimas de esa maquinaria represiva figuran nombres como Eladio Peña de la Rosa, Gregorio García Castro y muchos otros que tampoco pertenecían a organizaciones de izquierda, pero que pagaron con su vida por atreverse a pensar diferente o simplemente por estar en el lugar equivocado.

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Más de cinco décadas después, todavía existen voces que intentan justificar aquel régimen, alegando que “todo era parte de la lucha contra el comunismo” o que “se trataba de terroristas”. Sin embargo, casos como el de estos cinco jóvenes y el de tantos otros inocentes desmontan ese relato. No eran guerrilleros, no portaban armas, no conspiraban: eran hijos de un pueblo que aprendió demasiado pronto que la juventud podía ser motivo suficiente para morir.

Este y otros tantos crímenes atroces reafirman la necesidad de que nuestro país forme una Comisión de la Verdad que esclarezca los casos en los que sus autores materiales e intelectuales andan como si nada hubiera pasado.

Recordar la masacre del Club Héctor J. Díaz no es un ejercicio de nostalgia ni de revancha. Es un acto de justicia y de memoria frente a un pasado que aún no ha sido plenamente reconocido.

Porque mientras el silencio cubra los nombres de los caídos y sus asesinos, el país seguirá arrastrando la sombra impune de aquellos años en que la muerte vestía uniforme oficial y contaba con un padrino en la avenida Máximo Gómez número 25.

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