Barahona, el olvido como norma

 

Marino Berigüete, dirigente del PRSC

Por Marino Beriguete

JUEVES, 31 JULIO, 2025:- Estoy escribiendo un ensayo sobre dos escritores que merecen más que el olvido tibio con que su tierra natal los ha recompensado: Luis Alfredo Torres y Sócrates Nolasco. Nacidos en Barahona, pensaron y escribieron con altura. No fueron figuras menores ni artistas de ocasión. Produjeron una obra que merece ser leída, discutida, enseñada. Pero en Barahona, salvo por algún homenaje circunstancial o una mención obligada en círculos académicos, son prácticamente fantasmas.

La indiferencia hacia ellos no es casual ni aislada. Forma parte de una desvalorización general del esfuerzo intelectual en nuestra sociedad. En Barahona, como en muchas otras partes del país, se ha instalado una cultura que premia la función, no el mérito. Se reconoce al funcionario, no al maestro; al político, no al escritor. Ser alcalde o senador parece más valioso que haber dedicado una vida a enseñar, curar, investigar, o crear belleza.

Esto no siempre fue así. Hubo un tiempo —y no tan lejano— en que ser maestro era motivo de respeto, y un médico era una figura central en la comunidad, y un escritor era leído y discutido en las esquinas. Había orgullo en el trabajo bien hecho, en el conocimiento, en la cultura. Había un reconocimiento sincero a quienes habían logrado algo a base de estudio y esfuerzo. Hoy, ese reconocimiento ha sido sustituido por el culto a la posición y a la influencia.

Barahona ha cambiado, y no solo en su infraestructura o en su crecimiento urbano. Cambió su escala de valores. Cambió su manera de mirar a sus propios hijos. Y lo más alarmante: cambió su relación con la memoria. Hoy cuesta recordar a los que realmente merecen ser recordados. Las instituciones culturales, los gobiernos locales, los comités que otorgan reconocimientos, operan como si solo existiera valor en quien ocupa un cargo, como si el éxito solo pudiera medirse en poder visible.

En los últimos años no se le ha puesto nombre a una sola calle, parque o escuela en honor a un profesional meritorio. Ningún maestro ejemplar, ningún médico de vocación, ningún artista perseverante ha sido conmemorado. Y no es por falta de candidatos. Los hay por decenas. Personas que nacieron en Barahona, que han hecho carrera con dignidad, que siguen conectadas con su tierra. Personas que llevan el nombre del pueblo a otros rincones del país y del mundo, no para sacar provecho, sino como un acto de identidad, como un orgullo íntimo. Pero que, a los ojos del poder local, no existen. No tienen “peso”. No importan.

Esto debería preocuparnos. Porque una sociedad que no reconoce el mérito es una sociedad que no tiene futuro. Cuando los niños crecen viendo que el reconocimiento se da por cercanía política y no por talento, aprenden la lección equivocada. Cuando los jóvenes notan que estudiar no vale la pena porque nadie valora al que estudia, se rinden. Cuando un pueblo no honra a sus mejores hombres, acaba celebrando a los peores.

No se trata de hacer homenajes vacíos ni de repetir nombres por costumbre. Se trata de entender que la memoria es una herramienta política, y que con ella construimos o destruimos el tipo de comunidad que queremos ser. Si solo se recuerda a los que han ocupado cargos, entonces la historia de Barahona se convertirá en una larga lista de administradores. Pero si empezamos a recordar a los que pensaron, enseñaron, escribieron, curaron, entonces le estaremos diciendo a las nuevas generaciones: esto también vale. Esto también importa.

Luis Alfredo Torres y Sócrates Nolasco no escribieron para ganarse una tarja ni una calle. Escribieron porque creían en el poder de las ideas. Pero eso no significa que debamos dejarlos en el abandono. Recordarlos es también una forma de protegernos del empobrecimiento cultural. Es una forma de decir que en Barahona hay más que burocracia, más que clientelismo, más que rutina.

Hay una Barahona posible. Una donde la cultura no sea solo un adorno, sino una forma de vivir. Una donde el esfuerzo y la honestidad no sean motivo de burla, sino de reconocimiento. Una donde los hijos del pueblo puedan aspirar a algo más que un nombramiento temporal.

Pero para construir esa Barahona, primero hay que reconocer cuánto hemos olvidado. Cuántos nombres hemos dejado caer en el abismo de la indiferencia. Y cuántas vidas valiosas hemos ignorado, solo porque no formaban parte del juego del poder.

El olvido no es inocente. Es una decisión. Y cada vez que una institución decide homenajear al poderoso en vez del meritorio, cada vez que una calle se nombra en honor a alguien solo por su influencia, se reafirma esa decisión.

Tal vez no podamos corregir todos los errores del pasado. Pero sí podemos empezar a mirar hacia otros lados. A ver más allá del funcionario. A recordar al maestro, al escritor, al médico, al trabajador honesto. A entender que hay muchos barahoneros que merecen más que un aplauso de ocasión: merecen memoria.

Y esa memoria, si no la construimos nosotros, no la construirá nadie.

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